En ese sillón gris.


En ese sillón gris, del cual cada vez que se sentaba en él salía una gigantesca nube de polvo. En ese sillón gris él se sentaba, olía el polvo. Olía el polvo y se acomodaba. Miraba a la nada, se acomodaba y sacaba un fósforo de la caja que tenía en la mesita con el mantel de encaje, se sacaba el cigarro de detrás de la oreja y lo encendía. Fumaba una seca, dos, diez, veinte. Lo apagaba en la taza del café que se había tomado en el trayecto desde la cocina hasta el sillón gris y que había dejado apoyada en la mesita con el mantel de encaje. La ceniza crujía, al mojarse con los restos de café. Él disfrutaba especialmente de ese sonido, y ni bien lo sentía podía comenzar su tarea.
Se ponía de pie, comenzaba a caminar de un lado a otro, tomaba un libro de un estante, lo abría en alguna página marcada con un papel, con una cinta o simplemente doblada en la punta y recitaba el párrafo redondeado a lápiz en voz alta, una vez, dos, diez, veinte. Cerraba el libro de golpe, lo devolvía al estante suavemente o lo tiraba por los aires, se sentaba nuevamente en el sillón gris, previamente habiendo tomado la pluma y el cuaderno y comenzaba a escribir.
Escribía durante horas, sin levantar la vista del papel, sin percibirme. Eso me gustaba, pero lo sufría bastante. Sufría la sombra impenetrable que lo rodeaba, su caparazón para esconderse del mundo, para que el mundo no lo lastime. Por que ya lo había lastimado demasiado, tal vez.
Me daba la espalda. Siempre igual. Preparaba el café y lo tomaba sola, sin esperar a que yo agarrase siquiera mi taza. Entonces me lo tomaba rápido, para no molestarla, de camino al sillón. Me arrojaba en él y siempre esa puta nube me envolvía. Me aspiraba todo el polvo como diciéndole ‘cuándo te dignarás a aspirarme esto’ pero no me entendía. O no quería. O ni me miraba.
Me gustaba mirarla mientras escribía, cómo ella leía, pero la miraba furtivamente, sin que lo note. Durante mucho tiempo le declaré todo mi amor a viva voz, y ella también lo hacía. Ahora no me dice más ‘te amo’. Supongo que dejó de quererme, lo mejor que podría hacer es dejarme, pero ya no tiene a nadie. Tendría que humillarse demasiado, no puede. Yo la sigo amando, pero no se lo digo para no presionarla.
Efectivamente. Todos tenían razón. Cómo puede ser que creí cualquier cosa. Me siento estúpida, pero sobre todo por seguir amándolo. ‘Acá estoy, soy tuya, vivo sólo para vos’. Nunca entendería eso, a pesar de que él dijo sentirlo alguna vez. Quisiera huir y poder olvidarlo, eso ya no es posible. Primero, no lo olvidaría. Segundo, ya estoy vieja. No vieja, sí avejentada. Me siento gris, apagada. Hace tiempo que no leo nada nuevo. Siempre lo mismo. Peor aún, ni siquiera lo mismo que siempre me ha gustado mucho, sino lo que me hace amargar aún más, como la gramática espantosa de Artl, la sencillez del lenguaje de Lewis, la intrincación imposible de Mead. Saramago me ha abandonado, también mi Úrsula y Bodoc. Ellos se fueron, se perdieron en algún lugar de mi corazón que ya no vive, sus palabras que me hacían volar, soñar, reir se han ido, no puedo encontrarlas. No es que haya perdido sus libros, están ahí, en la biblioteca... Pero no me puedo acercar a ellos, no puedo tocarlos. Él debería darse cuenta de mi oscuridad. Estoy empezando a odiarlo, no me ve.
Podría dejarla yo... Pero no tengo las fuerzas. Supongo que amo pobremente, por que si mi amor fuera inmenso la dejaría para que tenga una mejor vida, con alguien con quien ella quiera estar... No entiendo que hace leyendo a Lewis otra vez. Si siempre lo odió. Pero que ni se me ocurra decirle algo, se pondría como una fiera.
Quiero abrazarla... Quiero tocarla, besarla toda, volver a verme bello en esos ojos azules como la más cerrada noche. Debería hacerlo. Ya mismo.
Uh, acá viene... No quiero hacer nada. Su cara está extraña. ¿Qué es esa mueca? ¿Un intento de sonrisa? No, no puede ser, él hace tiempo que ya no sonríe... Es una sonrisa, no puedo creerlo.
Me ve llegar y se pone de pie. Ese ceño tan fruncido me asusta. Sigo. Un paso más. Dos. Pongo mi mano en su frente. Aflojo la tensión.
¿Esa mirada es amor? Lo atraigo hacia mí. Responde, dócil, como antes. Antes de que pueda darme cuenta lo beso.
Me besa, me besa como antes, como siempre, mi mujer, mi amiga, mi compañera ha vuelto. Ha vuelto ya. ¿O acaso he vuelto yo? Creería que ambos.

Junio 2011, y antes.

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