Recién cuando sentí el aire golpeándome en la cara, cuando ví el fin, cuando la caída me revolvió el estómago, recién ahí, grité y tuve miedo.
Porque el miedo no vino cuando pensé en lo que quería hacer, ni cuando me preparé. Tampoco cuando se me ocurrió la idea.
El miedo ni apareció cuando subí al aparato. No hubo ni asomo de terror cuando las puertas se abrieron ni cuando el viento refrescante me dio un cachetazo.
Sólo cuando comenzó el salto… Ahí lo comencé a notar. Eran unas cosquillas que, rápidamente, me fueron abrazando desde la planta de los pies hasta las rodillas… el ombligo… y finalmente el cuello y la cabeza.
Cuando descubrí que no me había informado correctamente de cómo abrir el paracaídas… Ahí me asusté.
Giuliana, fines de dos mil seis.
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