Sentí los estropeados y antiguos caños crujir. Sentí el agua chorrear por mi cabeza cuando la cañería cedió. Sentí los gritos de mis vecinos.
Entré al ascensor y marqué la planta baja. Cuando llegué comencé a bajar las escaleras hacia el sótano.
Me quedé ahí hasta que el agua me llegó al cuello. Salí, sigilosamente, y comprobé que todos los habitantes del edificio se habían ido, sólo quedaba una mujer en el quinto piso, así que la ayudé a bajar por las escaleras, porque los ascensores ya no funcionaban y la conduje a la vereda, a salvo.
Cuando no hubo nadie que importunara en mis planes volví al sótano. El agua ya llegaba al techo, así que entré nadando.
Divisé una silla a lo lejos, gracias a la escasa luz que entraba por una ventanita alta, y fui hacia ella. Ese recorrido fue tortuoso, porque ya no me quedaba más aire y no me llegaba oxígeno en el cerebro. Cuando logré llegar a la silla ya casi no veía. Me senté en ella y me até las manos. Y esperé.
Giuliana, dos mil cinco.
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