Necesitaba el dinero. Ya sé que estuvo mal, muy mal, pero… él tenía mucho y no lo usaba… y su vida ya llegaba al fin… En realidad yo sólo le di... un impulso, un empujón.
Con esos millones en la bóveda… ¡Sin compartir nada! Viejo tacaño. Se lo merecía. Además no sé quién me dijo, en esas largas noches de espera que pasé sentado en el pasillo de la clínica, que el viejo estaba sufriendo. Por lo tanto le hice un favor… No, en realidad no, porque antes de eso yo ya sabía lo que iba a hacer.
Lo tengo planeado hace mucho. Cuando mi amigo, Jorge, se fue a vivir al extranjero, me ofreció quedarme en su casa, ya que yo estaba sin hogar y el muy bien económicamente. Acepté, muy agradecido, y Jorge se marchó. La primera semana fue placentera, yo, acostumbrado a mendigar, ahora vivía en una mansión, con gente a mi servicio, inclusive. Pero el día ocho de mi estadía en la casa de Jorge llegó una carta. Su abuelo, Eufemio, había enfermado gravemente. Requerían a Jorge, inmediatamente, en la clínica. Llamé a Jorge y le conté lo que decía la carta y me pidió que, como el estaba con unos problemas de salud y no podría viajar, me hiciera pasar por él, ante el abogado. Primeramente no quise aceptar, pero como Jorge insistía, finalmente cedí.
Fui al hospital. Di el nombre del viejo y me llevaron con él. En una habitación lúgubre estaba él. En una gran cama, con sueros, respiradores y miles de cables saliendo de su cuerpo. El abogado me pidió mi nombre y di el de mi amigo. “Bueno, señor, como es usted el único heredero de la fortuna de Eufemio es su deber cuidarlo hasta su muerte, o, de lo contrario, el dinero quedará en el banco.”
Desde ese día estuve, todas las noches, fielmente apostado a los pies de la cama del viejo, durmiendo en una silla, y durante el día, me encargaba de los trámites y medicamentos de Eufemio.
Una tarde, cuando volvía a la mansión a buscar ropa, porque volvería a pasar la noche en el hospital, había una carta en el buzón. “Raro”, pensé, ya que la única que había recibido desde que estaba allí fue la del abogado sobre el viejo. La abrí, intranquilo, y al leer su contenido me desmayé. Cuando recobré el conocimiento sentía nauseas, Jorge había muerto.
Ahora yo era Jorge…
Giuliana, dos mil cinco.
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